15/2/07

Objetividad versus verdad

El mundo se ha reducido a una dicotomía simple y sencilla. Dos versiones de la realidad luchan constantemente para hacerse con el escudo que la palabra VERDAD puede proporcionarles. (En este analisis dejo de lado a los NEOCOM con su política de inventar la realidad)

El siglo XX fue virtuoso en ese paradigma al dividir a la humanidad en capitalistas y comunistas, olvidando que muchos procesos durante los años de la Guerra Fría se escapan a esta bifurcación. El comunismo chino distante de Moscú; o el surgimiento del panislamismo a la sazón del fracaso del nacionalismos árabe, son casos ahora notorios, pero que germinaron en pleno siglo pasado.

Con el sistema binominal que la Constitución de Pinochet nos legó, el mundo político chileno sigue ese patrón de derechas o izquierdas que se impone en la mayoría de los países anglosajones. Pero, al igual que EE.UU., no es el espectro político el que se divide, ni son los votantes los que optan por esta dicotomía, sino que sistema electoral tiende a zanjar cualquier diferencia en dos voces que luchan. (El recurrente ejemplo de que la alianza entre la DC y el PS es sólo una coalición de poder, no deja de mostrarnos hasta que punto Chile no soportaría la aparición de un tercer bloque donde la discusión parlamentaria sea a tres bandas y donde realmente se deba convencer, pactar y negociar).

El periodismo chileno, hijo del anglosajón, también cae en esa bifurcación. La búsqueda incesante de la OBJETIVIDAD (como si fuera algo material que se puede buscar) lleva a los medios a plantear cualquier noticia con dos versiones. La oficial y la extraoficial. La del Gobierno y la oposición.

Parece que se asume que la objetividad es intrínseca al periodismo y que es su don más preciado, pero se deja de lado la verdad, entendiendo que la verdad es una percepción personal de las cosas. Con la verdad como tesoro se corre un riesgo serio de errar y una falta es igual a mentir. Que acusen de mentiroso a un periodista es peor que ser tildado de parcial.

Sin embargo, es un riesgo que hay que correr. Hay que asumir que no basta con dos versiones para quedarnos tranquilos y satisfechos por cumplir el compromiso con la objetividad. En todo orden de cosas no hay dos verdades, no hay dos caras de la moneda. Hay muchas percepciones de la realidad que se trasforman en muchas verdades según quien lo mire y según los intereses de quien lo mire.

El periodismo y el periodista debe analizar cual es su verdad, cuales son los valores que lo llevan a ver el Mundo distinto a otros. El compromiso no debe ser con la objetividad basada en dos versiones, sino con la verdad hija de multiples visiones e intereses del mismo hecho.





12/2/07

¿Es Santiago de Chile una ciudad-Estado?

El periodista-historiador norteamericano Robert Kaplan, en su libro “La Anarquía que viene” (Serie B, año 2000), plantea un visión más bien pesimista del mundo postguerra fría, que en el momento de su publicación (1994) contrastaba con el triunfalismo de la tesis de Francis Fukuyama y su patético anuncio del “fin de la historia” y el triunfo total y sin contrapeso de la democracia occidental y el neoliberalismo económico...

Su análisis se centra en como las políticas post colonialistas europeas y el vaivén de la Guerra Fría habían creado y mantenido Estados inexistentes en su condición nacional, jurídica, política y/o social; ejemplificados, según Kaplan, en la África occidental (Ghana, Costa de Marfil, Liberia etc). A estos se pueden sumar Haití, Macedonia o Paraguay, aunque con un germen distinto a los del continente negro, y que hoy en día se suelen conocer como Estados fallidos.

Las características principales de estos Estados fallidos es que sólo son capaces de controlar porciones mínimas de los territorios que los Atlas mundiales les adjudican, dejando gran parte de sus extensas zonas geográficas en manos de guerrillas (Costa de Marfil) o el crimen organizado (Haití). Esta situación de precariedad sólo consigue generar mayor inseguridad y pobreza en la población, que angustiada ha optado por la inmigración masiva a los núcleos urbanos de estos países (Puerto Príncipe, Skopje, Abiyán) creando verdaderas ciudades-estados donde sí existe un control del Gobierno.

En este punto Kaplan alude a que también existen grandes urbes en Estados hipotéticamente fuertes (India, Brasil, Turquía), donde la paradoja de las ciudades-Estados también está presente con grandes enclaves dentro de las ciudades más importantes y donde la presencia policial, y por ende el referente máximo del estado de derecho, no actúa.
Santiago es una de las urbes más
modernas de Sudamérica, pero el peso de controlar todo un país puede derivar en
que la capital de Chile se trasforme en una ciudad-Estado.
Sin bien Santiago no es una urbe de características colosales y salvo algunos barrios (La Pincoya) la acción policial es reducida –cosa que en países desarrollados también ocurre como el Chinatown de Londres o La Barranquilla en Madrid – y, además, la presencia del Estado en las regiones se nota, ayudado muchas veces por el despliegue militar; no es menos cierto que Santiago es una ciudad que administrativa y económicamente controla el país entero sin contrapeso.

Un futuro, la excesiva centralización de Chile, mezclada con las marcadas diferencias que la prepotente globalización crea, pueden degenerar en dos crisis: regionalismos irredentistas (Magallanes, Iquique, Región de la Araucanía) o la consolidación de una ciudad-Estado moderna avanzada que maneja recursos y zonas geográficas para un interés particular.

Lo que es peor, en esa ciudad-Estado que es Santiago, la miel de los beneficios del progreso sólo la consumen la mitad de la población, siendo optimistas, pues en los barrios periféricos el progreso sólo llega a goterones. En barrios enteros miles de familias viven hacinadas (La Florida, Puente Alto) con sueldos mucho más bajo que los 13.000 dólares anuales que señala el ingreso per cápita del país. Son en estos barrios donde el plan Transantiago no cuaja.

Históricamente Chile ha sido un Estado fuerte durante los siglos XIX y XX (quizás el más fuerte de Latinoamérica), pero no es menos cierto que el escenario de esas centurias puede ser muy distinto durante el presente siglo. Las guerras convencionales parecen haber acabado, para dar paso a conflictos asimétricos (países versus guerrillas o grupos terroristas); la libertad de comercio hacen que la economía de Chile sea vulnerable a las crisis de otros rincones del mundo (donde el paradigma de Kaplan sí está presente con fuerza). Como anécdota, no hay que olvidar que el nacionalismo argentino sitúa a Chile entre el Valle del Elquí y el río Bio Bio, el resto de los territorios nacionales, según algunos trasandinos, se los debemos al hambriento imperialismo que profesamos.

En resumen, Santiago debe adelantarse a cualquier terremoto interno o externo para impedir que situaciones alarmantes que suceden ya no en los lejanos estados fallidos, sino en países cercanos como México o Brasil (que son economía mucho más grandes que la nuestra y con un ingreso per capita mayor al nuestro) se presenten en el Chile del bicentenario que sueña con ser desarrollado. Ese adelantamiento pasa por eliminar la desigualdad, tanto del reparto de recursos, como en la política administrativa del país y deshacer cualquier asomo de una ciudad-Estado de las características que plantea Kaplan o con tintes imperiales de una ciudad.