Entonces salí a dar una vuelta sin rumbo fijo.
Era domingo, el primero de noviembre, y todo estaba distinto.
Caminé unas manzanas para coger el autobús fuera de mi barrio y así hacer un recorrido diferente a los que generalmente hago para abandonar el vecindario madrileño donde vivo: el patio trasero del Barrio del Pilar, más concretamente en unos pisos posteriores al centro comercial La Vaguada, al cual todo madrileño bien nacido le tiene un poco de cariño, pues fue el primero de Madrid y tal vez, en algún momento de la historia consumista europea, el más grande del continente. (Al respecto hay varios mitos: algunos dicen que el más grande está en Lisboa, otros en Berlín, pero lo singular es que todos lo que me han comentado algo al respecto me lo han dicho con un tono misterioso, como si hablasen del moustro del lago Ness, como si el dato fuese imposible de comprobar y que la única certeza es que La Vaguada es uno de los más grandes…).
Mi norteño barrio, el mismo donde vivió Iván Zamorano cuando militaba en el Real Madrid y el club tenía su ciudad deportiva de entrenamiento donde ahora se erectas las cuatro torres más altas de España (en la foto), las cuales por poco no le hacen sombra a mi ventana, me tiene (tenía) un poco aburrido pues, entre otras cosas, está lejos del centro y las comunicaciones del mismo dependen en demasía del abominable metro (vivo a una distancia equidistante e igualitaria de las estaciones Herrera Oria, Barrio del Pilar y Av. De la Ilustración).
Por eso me gusta el autobús y ese domingo la razón para dar vueltas por la superficie eran alentadas por el sonido del partido del Atlético de Madrid versus el Villarreal que mi MP3 captaba, señal que en las fauces del metro no hubiera conseguido sintonizar.
Era domingo, el primero de noviembre, y todo estaba distinto.
Caminé unas manzanas para coger el autobús fuera de mi barrio y así hacer un recorrido diferente a los que generalmente hago para abandonar el vecindario madrileño donde vivo: el patio trasero del Barrio del Pilar, más concretamente en unos pisos posteriores al centro comercial La Vaguada, al cual todo madrileño bien nacido le tiene un poco de cariño, pues fue el primero de Madrid y tal vez, en algún momento de la historia consumista europea, el más grande del continente. (Al respecto hay varios mitos: algunos dicen que el más grande está en Lisboa, otros en Berlín, pero lo singular es que todos lo que me han comentado algo al respecto me lo han dicho con un tono misterioso, como si hablasen del moustro del lago Ness, como si el dato fuese imposible de comprobar y que la única certeza es que La Vaguada es uno de los más grandes…).
Mi norteño barrio, el mismo donde vivió Iván Zamorano cuando militaba en el Real Madrid y el club tenía su ciudad deportiva de entrenamiento donde ahora se erectas las cuatro torres más altas de España (en la foto), las cuales por poco no le hacen sombra a mi ventana, me tiene (tenía) un poco aburrido pues, entre otras cosas, está lejos del centro y las comunicaciones del mismo dependen en demasía del abominable metro (vivo a una distancia equidistante e igualitaria de las estaciones Herrera Oria, Barrio del Pilar y Av. De la Ilustración).
Por eso me gusta el autobús y ese domingo la razón para dar vueltas por la superficie eran alentadas por el sonido del partido del Atlético de Madrid versus el Villarreal que mi MP3 captaba, señal que en las fauces del metro no hubiera conseguido sintonizar.
Pero además el templado clima ayudaba, el temprano ocaso (han cambiado la hora y sólo se diferencia España con Chile por cuatro) también hacía lo suyo y esa modorra que ralentiza los pasos propia de un domingo por la tarde después de un trasnoche hacían el resto.
Aunque cogí el 147, que une Callao con el mencionado Barrio del Pilar, el recorrido fue distinto a pesar de que los paisajes urbanos por los cuales transitaba la máquina ya los conocía.
Durante las últimas semanas una mala sensación me había atravesado. Una cierta rutina y el reiterado encuentro fortuito con algunas caras que ya había visto, me hicieron pensar que: 1) ya conocía Madrid y 2) ubicaba la suficiente gente (no más de 100 personas) como para perder el atuendo del anonimato…
Lo anterior se veía alentado por un dato no menor: el 1 de noviembre cumplí un año en España… Con 365 días –y contando- tienes suficiente como para saber dónde es donde y cuál es cual en una ciudad que, si bien es grande, está bien organizada e integrada. Además los distintos avatares me han llevado a conocer gente en distintos estamentos, lo que abre el catálogo de caras que puedes reconocer en un autobús, por ejemplo, o en e metro o en X barrio o en X universidad. Rostros que he visto en entrevistas de trabajo, aulas de clases, bares, pisos de amigos de amigos…etc.
Entonces el 147 (mención especial para el destartalado Fiat 147 de mi padre el cual, pilotado por Felipe Pérez, nos llevó a innumerables sitios del puerto de San Antonio…) dio varias vueltas, bajo por Plaza de Castilla, tomo la Castellana, luego, no estoy seguro, la calle Génova -o una paralela a ésta- y después se metió a Chamberí. Cuando pasaba fuera del metro de Bilbao divisé una librería abierta (¡domingo!) y aunque dudé en bajarme, el Kun Aguero me empujó a hacerlo… el argentino acababa de marcar el tercer del Atlético y el equipo de Sabina y Torrente derrotaba al equipo de Pellegrini por 3 a 2…
Me perdí
En la librería había abundantes ejemplares de bolsillos (cuestan 10 euros de promedio) así que decidí que me iba a comprar uno. Pero, como siempre me pasa cuando voy a comprar libros o ropa, la duda me apremiaba en todo momento. Recorrí los estantes varías veces y no me decidía cual adquirir, aunque debo reconocer que uno de Mankell y Moby-Dick llevaban la delantera. En eso empató el Villarreal mediante el turco Nihat y pensé que un punto en el Calderón era suficiente. Pero el turco otra vez marcó, a falta de un minuto, y el Villarreal ganó y yo celebré con un pequeño salto y entonces opté por Moby-Dick y pagué con un billete de 5 euros y algunas monedas sueltas y salí a la calle contento e iban a comenzar los comentarios post-partido en la Ser y se me acabaron las pilas y me di cuenta que soy hincha del Villarreal aunque nada me identifica con el club de la única comunidad autónoma (más Galicia) que no conozco dentro de la península ibérica.
Fui entonces a un café franquiciado que se llama, ¡oh, divina originalidad!, Café y Té, que es la versión española de Sturbuks (tal como Expreso House lo es en Suecia y el Barón Rojo lo es en Santiago). Me puse a leer sobre leviatanes y ballenas en la terraza del mismo y me di cuenta que si bien sabía que estaba en Chamberí, la temprana noche no me ayudaba para distinguir el sitio exacto donde me encontraba. Conocer una ciudad por partes inconexas mediante el metro provoca que a veces te sorprendas al darte cuenta que tal calle desemboca en tal avenida y que tal lugar queda cerca de otro lugar que situabas en otra punta diferente de la urbe en cuestión. Es un ejercicio divertido cuando las veces que te subes a un coche –y puedes unir los barrios y las calles- son contadas con el índice y el pulgar y se reducen aún más cuando Antonio está en Londres y su auto verde, que cada sábado llegaba con un accesorio menos a clases, pasó a mejor vida o a peores manos…
Mientras tomaba el 147 de regreso a mi barrio agradecí la circunstancia de que, después de un año, aún puedo desorientarme en la capital española.
Fui entonces a un café franquiciado que se llama, ¡oh, divina originalidad!, Café y Té, que es la versión española de Sturbuks (tal como Expreso House lo es en Suecia y el Barón Rojo lo es en Santiago). Me puse a leer sobre leviatanes y ballenas en la terraza del mismo y me di cuenta que si bien sabía que estaba en Chamberí, la temprana noche no me ayudaba para distinguir el sitio exacto donde me encontraba. Conocer una ciudad por partes inconexas mediante el metro provoca que a veces te sorprendas al darte cuenta que tal calle desemboca en tal avenida y que tal lugar queda cerca de otro lugar que situabas en otra punta diferente de la urbe en cuestión. Es un ejercicio divertido cuando las veces que te subes a un coche –y puedes unir los barrios y las calles- son contadas con el índice y el pulgar y se reducen aún más cuando Antonio está en Londres y su auto verde, que cada sábado llegaba con un accesorio menos a clases, pasó a mejor vida o a peores manos…
Mientras tomaba el 147 de regreso a mi barrio agradecí la circunstancia de que, después de un año, aún puedo desorientarme en la capital española.
ay hermano, ¿no me extrañas a mi, extrañas a mi coche? Reconozco que era un buen compañero de aventuras, que coño. Pero no te preocupes, en Navidad volverá a estar operativo para redescubrirte Madrid, pleno de fuerza, con más cinta aislante que nunca y con más V.O. de los noventa, para escarnio personal. Por cierto, engaña al Abertzale para que se quede un día más (noche del 22 de diciembre) en tu casa en Navidad, a ver si podemos quemar Madrid como se merece
ResponderEliminar(míticas paradas para comprobar el aire de los neumáticos, míticas...cuantas veces habeis estado cerca de morir el vasco y tu, sumidos en la plácida ignorancia)
Y no solo miticas paradas... Aun recuerdo la mitica cabronada que le fuimos hiciendo durante 30 kilometros de la A6 a un conductor de autobus, adelantandole, parando, etc...
ResponderEliminarEn cuanto a Madrid, aun estando un lustro andando por sus calles te seguirias perdiendo. Como la vez que quedamos en la Latina con Johanna y sus amigas y acabamos llegando de pura casualidad al centro mismo de donde habiamos quedado. Y eso que ibamos de Sol a Latina, a un paso y en una zona que se supone que conocemos de puta madre...