Gallagher, sin tener mayor carisma y sin desearlo en demasía, termina siendo el vocero de las familias de las víctimas, con una entereza, dignidad y calma -y amor por su hijo muerto- sobrecogedoras; adjetivos que se echan en falta en las politizadas asociaciones de víctimas del terrorismo que hay en España.
La película tiene un tratamiento visual interesante, donde nunca deja de trascender que detrás de la historia personal de Gallagher, de la familia de éste y de las familias de los muertos, hay una multitud, una comunidad dolida y preocupada. Y es un acierto, pues la tesis del filme es que tanto la policía de la República de Irlanda (la Garda), como los agentes ingleses desplegados en los seis condados del norte, no tuvieron interés de procesar a los culpables pues el temor del recrudecimiento de la violencia, o la renuncia de IRA a permanecer en el proceso de paz, era más urgente e imperioso que llevar a la justicia a los presuntos terroristas.
Todo por un bien mayor, cómo muchas veces en la Historia.
Pero claro, Omagh es una ciudad donde históricamente protestantes y católicos llevaron buenas relaciones, por lo que quienes sufrían las perdidas de sus seres queridos eran gente que, sí bien anhelaba la paz, no comprendía que las buenas intensiones de las autoridades (Sinn Fin, Dublín, Londres) ocultasen detrás macabras maniobras de lo que se denomina RAZONES DE ESTADO. (En la foto, momentos después del estallido)
Y es valiente, pues el filme no es políticamente correcto, aunque sensibiliza por la misma ruta que quizás otras películas intentan hacerlo, pero no lo logran (no me conmoví ni un pelo con “Banderas de Nuestros Padres", por ejemplo).
En resumen, y tras dos horas de real emoción, uno se percata que las familias de Omagh son una piedra en el zapato de una paz vestida con trajes que aún no le calzan del todo…
Sin embargo, esa osadía es lo que se extraña en, por ejemplo, España. Son pocas las películas ibéricas que narren el conflicto vasco con algo de perspectiva. En la mayoría de éstas el tratamiento no es adecuado, se cae en la propaganda fácilmente o simplemente su calidad dificulta la empatía. Cuando aparece un recurso audiovisual de envergadura, como el documental “La Pelota Vasca” de Julio Medem, las familias españolas de las víctimas de ETA intentaron censurarla.
Pero la crítica no es sólo para España. Muy por el contrario, creo que el cine chileno tiene una deuda pendiente con su pasado reciente. No hablo ya del Golpe y la represión abstracta y los DD.HH. Hablo de hechos concretos, terrorismo de Estado, con un peso cinematográfico evidente que asegura taquilla.
Una película sobre el MIR, sobre el asesinato del fotógrafo Rodrigo Rojas Denegri, de la preparación del atentado a Pinochet, sobre el caso degollados, todas historias recogidas en textos y con testimonios de primera mano, tendrían una relevancia vital si, además, se hacen con actores reconocidos y pseudofamosos, de esos que departen el tiempo entre el teatro y las teleseries.
Asumo que aún el cine chileno, en pleno boom, es adolescente. Las mayores vías de financiación viene de la mano de productoras extranjeras y el Fondart. Esto coarta de sobremanera las aspiraciones de noveles directores, u otros experimentados, de llevar a la pantalla grande estas hechos ya que quienes ponen el dinero no quieren ver historias sobre el pasado reciente en una sociedad a todas luces frágil. Ya sea el Estado, la elite o Ibermedia, productora española asociada al grupo PRISA, ente comunicaciónal con fuertes lazos económicos con la Concertación, no ha habido voluntad para producir una película sobre hechos reales ocurridos en la dictadura.
Una película sobre la Operación Albania o la muerte de Tucapel Jiménez, hechos ya certificados por la justicia chilena, no nos hacen daño como sociedad. Muy por el contrario. Puede que incluso, si está bien narrada, abra ese camino de la sensibilidad que Omagh despeja desde las primeras escenas de aproximación.