En efecto, ahí estaba la capital española, con sus cuatro megatorres construidas en la ex ciudad deportiva del Real Madrid sobresaliendo arteramente por sobre otros edificios mucho más pequeños, pero de igual modo reconocibles. O que al menos yo puedo reconocer sin mayor esfuerzo. Y es que también puedo decir, por ejemplo, que debajo de las torres Kio –a un costado de las cuatro grandes- está Plaza Castilla y que ahí puedo coger los autobuses para ir a Alcobendas, a la casa de Esther o José, o que muy cerca de ahí, caminando hacía la estación de Chamartín, vive Noemí, ex compañera de la Universidad, o que una parada, a pocos metros de la mentada Plaza, me deja el autobús que me trae de la multinacional que me dio para vivir estos meses. En ese lugar, no pocas veces, Bea me esperaba a eso de las 18:00 horas cuando salía de trabajar y entre el café o la caña caminábamos por los ardedores del barrio y una de esas veces vimos un cartel que nos instaba a ver la obra 2666 basada en la novela de Roberto Bolaños que daban en Legazpi, pero cuyo precio y extensión (6 horas) terminaron minando la posibilidad de hacerle caso a aquel cartel…
Todo lo anterior ya es pasado. O prólogo. Pues de hecho, aunque debería haber escrito estás líneas hace días, me veo en la habitación de Javi en Dublín escribiendo sentimientos que ayer afloraban por todos los rincones que pisaba, con una sensación de ultimátum. En octubre pasaré unos días por Madrid, en el futuro seguramente volveré, pero dudo que vuelva a pernoctar tanto tiempo en la antigua capital imperial.
Irse
Marcharse de una ciudad es un ejercicio poco habitual. Sin embargo, he dejado ya tres ciudades a lo largo de mis 26 años de vida y se me antoja triste otra vez, sí, huelga decirlo, pero ¿Por qué me voy si más que mal me ubico en Madrid, conozco gente, me sé los recorridos de los autobuses, soy habitual del bar de mi barrio y tengo un trabajo estable?
Cuando llegué sabía que no me quedaría mucho tiempo, lo intuía. Y ahora que miro para atrás compruebo, desde la óptica de los ciclos, que ha pasado ya un año y medio y que las caras que dejé en Chile ya no serán las mismas y que yo ya no lo soy. Y muchos de los ropajes de esos cambios que quizás experimenté se quedaron en las calles de Madrid, en mi habitación del piso que compartía, en el tren de cercanías que me llevaba a casa, en la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense, en el bus 133, en las muchas ciudades que conocí en España, en las conversaciones que sostuve, en las nacionalidades con las que me tocó compartir y aprender (española, vasca, catalana, ecuatoriana, paraguaya, uruguaya, argentina, rusa, alemana, belga, francesa, portuguesa, mexicana, indonesia, senegalesa, guatemalteca, brasileña, italiana, colombiana, venezolana, peruana, inglesa, irlandesa, marroquí, saharaui…). Pero sobretodo en las despedidas en Avenida América o en la T4 de Barajas, que en definitiva son las que han marcado éste nuevo rumbo…
Cosas y cambios
Dejo amigos, dejo con ellos anécdotas. El concepto amigo se ensancha en una ciudad como Madrid, se engloba en latitudes más profundas y más dúctiles que en Chile, donde los amigos son los amigos y cuesta gestionar otros cariños después de que ya conociste a los amigos, esos de toda la vida.
Aprendí, además, muchas cosas en Madrid. Por ejemplo, un día domingo de abril de 2007 a las 9 de la mañana, al abandonar el portal de un piso perdido del barrio de Las Letras cerca de Atocha, y mientras me levantaba las solapas de mi chaqueta para protegerme del frío primaveral que se negaba a ir de la ciudad, comprendí lo que es la soledad con mayúscula, lo que es no tener que avisarle a nada a nadie, lo que es ser un ente solitario. Esto es tal vez lo que realmente deberíamos asumir antes de encontrar el verdadero valor de la soñada compañía, es que elegimos.
Aprendí también cosas más banales: cocinar algunas cosas, planchar mal, comprar en el supermercado, gestionar emociones, mirar la lluvia. Hice un postgrado de Comunicación y Conflictos Armados, trabajé en un departamento de marketing, me relacioné con decenas de gerentes de cines, trabajé en un bar dentro de un gimnasio, hice de promotor de jabones, visité más de lo aconsejable los pasillos del Hospital Princesa.
Será imposible determinar ahora, hoy, el peso que estos 18 meses en Madrid tienen en mi vida actual. Aún el viaje continúa, aunque ahora mi destino y mi presente sea Dublín, cuyas primeras apreciaciones las escribiré próximamente.
Sin lugar a dudas aún estoy anestesiado por el cambio.
Zanjar el porqué de mi partida sin recurrir al afán de viajar, de aprender, al leve hastío de algunos recovecos, es realmente difícil. Me fui de Madrid porque ya viví en Madrid.
Vuelve cuando quieras, más viejo y más sabio. Hasta luego.
ResponderEliminarNg
yo estaré dispuesto a hacerte una mudanza, con parada en un hipódromo y destino a una casa en la que desempolvemos el pisco ajeno, aunque tenga que volver del sitio más remoto del mundo.
ResponderEliminarhermano, siempre nos queda lo mejor...
Buena Benja...
ResponderEliminar...reconosco tus sentimientos ya que los he vivido tambien...la soledad es dificil pero tambien trae claridad.
suerte en tu nueva aventura y lo nuevo que te toca aprender.
besos
C.Muñoz R.
La persona que pierde su intimidad lo pierde todo
ResponderEliminarAvergüénzate¡!
Desde que cogiste ese avión, hay un hueco en la casa que sólo podemos rellenar con alcohol y nostalgia.
ResponderEliminarTengo en mente un escrito, pero necesito tiempo, y un poco de soledad.
¿Qué tal el inglés?
-mierda mierda-
ResponderEliminarTengo la convicción, de que en la vida solo debemos arrepentirnos de las cosas que dejamos de hacer y no de aquellas que hacemos. Sigue adelante con tus proyectos, jamás olvides que nadie dijo que esto sería fácil (notesé que es lo entretenido de la vida). Un fuerte abrazo.
[toño]